HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Venerados hermanos,
Ilustres autoridades,
Queridos hermanos y hermanas
Es un gran momento de alegría y comunión el que vivimos esta mañana, con la
celebración del sacrificio eucarístico. Una gran asamblea, reunida con el
Sucesor de Pedro, formada por fieles de muchas naciones. Es una imagen expresiva
de la Iglesia, una y universal, fundada por Cristo y fruto de aquella misión
que, como hemos escuchado en el evangelio, Jesús confió a sus apóstoles: Ir y
hacer discípulos a todos los pueblos, «bautizándolos en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 18-19). Saludo con afecto y
reconocimiento al Cardenal Angelo Scola, Arzobispo de Milán, y al Cardenal Ennio
Antonelli, Presidente del Pontificio Consejo para la Familia, artífices
principales de este VII Encuentro Mundial de las Familias, así como a sus
colaboradores, a los obispos auxiliares de Milán y a todos los demás
obispos. Saludo con alegría a todas las autoridades presentes. Mi abrazo cordial
va dirigido sobre todo a vosotras, queridas familias. Gracias por vuestra
participación.
En la segunda lectura, el apóstol Pablo nos ha recordado que en el
bautismo hemos recibido el Espíritu Santo, que nos une a Cristo como hermanos y
como hijos nos relaciona con el Padre, de tal manera que podemos gritar: «¡Abba,
Padre!» (cf. Rm 8, 15.17). En aquel momento se nos dio un germen de vida
nueva, divina, que hay que desarrollar hasta su cumplimiento definitivo en la
gloria celestial; hemos sido hechos miembros de la Iglesia, la familia de Dios,
«sacrarium Trinitatis», según la define san Ambrosio, pueblo que, como
dice el Concilio Vaticano II, aparece «unido por la unidad del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo» (Const. Lumen gentium, 4). La solemnidad litúrgica de
la Santísima Trinidad, que celebramos hoy, nos invita a contemplar ese misterio,
pero nos impulsa también al compromiso de vivir la comunión con Dios y entre
nosotros según el modelo de la Trinidad. Estamos llamados a acoger y transmitir
de modo concorde las verdades de la fe; a vivir el amor recíproco y hacia todos,
compartiendo gozos y sufrimientos, aprendiendo a pedir y conceder el perdón,
valorando los diferentes carismas bajo la guía de los pastores. En una palabra,
se nos ha confiado la tarea de edificar comunidades eclesiales que sean cada vez
más una familia, capaces de reflejar la belleza de la Trinidad y de evangelizar
no sólo con la palabra. Más bien diría por «irradiación», con la fuerza del amor
vivido.
La familia, fundada sobre el matrimonio entre el hombre y la mujer, está
también llamada al igual que la Iglesia a ser imagen del Dios Único en Tres
Personas. Al principio, en efecto, «creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de
Dios lo creó; hombre y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: “Creced,
multiplicaos”» (
Gn 1, 27-28). Dios creó el ser humano hombre y mujer, con
la misma dignidad, pero también con características propias y complementarias,
para que los dos fueran un don el uno para el otro, se valoraran recíprocamente
y realizaran una comunidad de amor y de vida. El amor es lo que hace de la
persona humana la auténtica imagen de la Trinidad, imagen de Dios.
Queridos esposos, viviendo el matrimonio no os dais cualquier
cosa o actividad, sino la vida entera. Y vuestro amor es fecundo, en primer
lugar, para vosotros mismos, porque deseáis y realizáis el bien el uno al otro,
experimentando la alegría del recibir y del dar. Es fecundo también en la
procreación, generosa y responsable, de los hijos, en el cuidado esmerado de
ellos y en la educación metódica y sabia. Es fecundo, en fin, para la sociedad,
porque la vida familiar es la primera e insustituible escuela de virtudes
sociales, como el respeto de las personas, la gratuidad, la confianza, la
responsabilidad, la solidaridad, la cooperación. Queridos esposos, cuidad a
vuestros hijos y, en un mundo dominado por la técnica, transmitidles, con
serenidad y confianza, razones para vivir, la fuerza de la fe, planteándoles
metas altas y sosteniéndolos en la debilidad. Pero también vosotros,
hijos, procurad mantener siempre una relación de afecto profundo y de cuidado
diligente hacia vuestros padres, y también que las relaciones entre hermanos y
hermanas sean una oportunidad para crecer en el amor.
El proyecto de Dios sobre la pareja humana encuentra su plenitud en
Jesucristo, que elevó el matrimonio a sacramento. Queridos esposos, Cristo, con
un don especial del Espíritu Santo, os hace partícipes de su amor esponsal,
haciéndoos signo de su amor por la Iglesia: un amor fiel y total. Si, con la
fuerza que viene de la gracia del sacramento, sabéis acoger este don, renovando
cada día, con fe, vuestro «sí», también vuestra familia vivirá del amor de Dios,
según el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret. Queridas familias, pedid con
frecuencia en la oración la ayuda de la Virgen María y de san José, para que os
enseñen a acoger el amor de Dios como ellos lo acogieron. Vuestra vocación no es
fácil de vivir, especialmente hoy, pero el amor es una realidad maravillosa, es
la única fuerza que puede verdaderamente transformar el cosmos, el mundo.
Ante vosotros está el testimonio de tantas familias, que señalan los caminos
para crecer en el amor: mantener una relación constante con Dios y participar en
la vida eclesial, cultivar el diálogo, respetar el punto de vista del otro,
estar dispuestos a servir, tener paciencia con los defectos de los demás, saber
perdonar y pedir perdón, superar con inteligencia y humildad los posibles
conflictos, acordar las orientaciones educativas, estar abiertos a las demás
familias, atentos con los pobres, responsables en la sociedad civil. Todos estos
elementos construyen la familia. Vividlos con valentía, con la seguridad de que
en la medida en que viváis el amor recíproco y hacia todos, con la ayuda de la
gracia divina, os convertiréis en evangelio vivo, una verdadera Iglesia
doméstica (cf. Exh. ap. Familiaris consortio, 49). Quisiera dirigir unas
palabras también a los fieles que, aun compartiendo las enseñanzas de la Iglesia
sobre la familia, están marcados por las experiencias dolorosas del fracaso y la
separación. Sabed que el Papa y la Iglesia os sostienen en vuestra dificultad.
Os animo a permanecer unidos a vuestras comunidades, al mismo tiempo que espero
que las diócesis pongan en marcha adecuadas iniciativas de acogida y cercanía.
En el libro del Génesis, Dios confía su creación a la pareja humana,
para que la guarde, la cultive, la encamine según su proyecto (cf. 1,27-28;
2,15). En esta indicación de la Sagrada Escritura
podemos comprender la tarea del hombre y la mujer como colaboradores de Dios
para transformar el mundo, a través del trabajo, la ciencia y la técnica. El
hombre y la mujer son imagen de Dios también en esta obra preciosa, que han de
cumplir con el mismo amor del Creador. Vemos que, en las modernas teorías
económicas, prevalece con frecuencia una concepción utilitarista del trabajo, la
producción y el mercado. El proyecto de Dios y la experiencia misma muestran,
sin embargo, que no es la lógica unilateral del provecho propio y del máximo
beneficio lo que contribuye a un desarrollo armónico, al bien de la familia y a
edificar una sociedad justa, ya que supone una competencia
exasperada, fuertes desigualdades, degradación del medio ambiente, carrera
consumista, pobreza en las familias. Es más, la mentalidad utilitarista tiende a
extenderse también a las relaciones interpersonales y familiares, reduciéndolas
a simples convergencias precarias de intereses individuales y minando la solidez
del tejido social.
Un último elemento. El hombre, en cuanto imagen de Dios, está también
llamado al descanso y a la fiesta. El relato de la creación concluye con estas
palabras: «Y habiendo concluido el día séptimo la obra que había hecho, descansó
el día séptimo de toda la obra que había hecho. Y bendijo Dios el día séptimo y
lo consagró» (Gn 2,2-3). Para nosotros, cristianos, el día de fiesta es
el domingo, día del Señor, pascua semanal. Es el día de la Iglesia, asamblea
convocada por el Señor alrededor de la mesa de la palabra y del sacrificio
eucarístico, como estamos haciendo hoy, para alimentarnos de él, entrar en su
amor y vivir de su amor. Es el día del hombre y de sus valores: convivialidad,
amistad, solidaridad, cultura, contacto con la naturaleza, juego, deporte. Es el
día de la familia, en el que se vive juntos el sentido de la fiesta, del
encuentro, del compartir, también en la participación de la santa Misa. Queridas
familias, a pesar del ritmo frenético de nuestra época, no perdáis el sentido
del día del Señor. Es como el oasis en el que detenerse para saborear la alegría
del encuentro y calmar nuestra sed de Dios.
Familia, trabajo, fiesta: tres dones de Dios, tres dimensiones de
nuestra existencia que han de encontrar un equilibrio armónico. Armonizar el
tiempo del trabajo y las exigencias de la familia, la profesión y la
paternidad y la maternidad, el trabajo y la fiesta, es importante para
construir una sociedad de rostro humano. A este respecto, privilegiad siempre la
lógica del ser respecto a la del tener: la primera construye, la segunda termina
por destruir. Es necesario aprender, antes de nada en familia, a creer en el
amor auténtico, el que viene de Dios y nos une a él y precisamente por eso «nos
transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una
sola cosa, hasta que al final Dios sea “todo para todos” (1 Co 15,28)» (Enc.
Deus caritas est, 18). Amén.
© Copyright 2012 - Libreria
Editrice Vaticana