Cuanto se lleva
expuesto en los capítulos precedentes, expresa que el amor conyugal es “una participación
singular en el misterio de la vida y del amor de Dios mismo” (n. 39). Pero no
es esa sola su grandeza: está llamado a ser también “imagen viva y real de la
singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del
Señor Jesús”, como dice Juan Pablo II en el n. 19 de Familiaris Consortio.
Por el sacramento del
matrimonio, “… el amor conyugal auténtico es asumido por el amor divino y se
rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la
Iglesia...” (n. 40). Por eso, “al
insertar el vínculo matrimonial en la comunión de amor de Cristo y de la
Iglesia, el amor de los esposos –el amor matrimonial- está dirigido a ser
imagen y representación real del amor
redentor del Señor. Jesús se sirve del amor de los esposos para amar y dar a
conocer cómo es el amor con que ama a su Iglesia. El amor matrimonial es- y
debe ser- un reflejo del amor de Cristo
a su Iglesia” (n. 41). Como dice San Pablo “se entregó a sí mismo por ella”
(Ef. 5,25-26). Entregarse es convertirse en don sincero, amando hasta el
extremo. Ese es el amor que los esposos
deben vivir y reflejar. Y es este número del documento uno de los esenciales,
que hemos querido transcribir en casi su totalidad.
Por el sacramento del
matrimonio, el amor humano no pierde sus características, sino que experimenta
una verdadera transformación. Y no es circunstancial, o puntual, “es tan
permanente y exclusiva –mientras los esposos vivan- como lo es la unión de Cristo con la Iglesia” (n. 43).
Cristo permanece fiel con los esposos y su amor ha de ser la referencia
constante del amor matrimonial. Por eso,
el amor de los esposos es capaz de superar tantas dificultades, y por eso mismo
debe crecer cada día. Sólo el auxilio de Dios les hará capaces de vencer la
tentación de repliegue sobre sí mismos y
“abrirse” al otro mediante la entrega sincera –en la verdad- de sí mismos.