El
tercer capítulo del documento de los obispos españoles sobre el amor humano que
estamos considerando poco a poco en este blog, está titulado “EL AMOR CONYUGAL:
COMO CRISTO AMÓ A LA IGLESIA (Ef.5,25)”. Se desarrolla también en dos subcapítulos. El primero: a) Una sola carne
(Gén. 2,24), incluye a su vez el
desarrollo de los siguientes apartados: Una comunidad de vida y amor; Características
del amor conyugal; Para siempre; y, la oscuridad del pecado. El segundo, b) Como
Cristo amó a su Iglesia (Ef. 5,25).
Antes
de explicitar la naturaleza y características del amor conyugal, se retoma la
idea básica ya expresada anteriormente de que el mismo Dios se ha servido del
amor esponsal para revelar su amor hacia
su pueblo elegido. De tal forma que “es arquetipo, es decir, viene a señalar las
características que definen la verdad del amor humano, en las diversas
manifestaciones en que este se puede y debe manifestar” (n. 24).
El
amor conyugal es un amor comprometido. La alianza entre hombre y mujer origina un
vínculo no solamente visible, sino también moral, social y jurídico, que
requiere de ambos la “voluntad de compartir todo su proyecto de vida, lo que
tienen y lo que son”. Pues la unidad de la carme hace referencia a la totalidad
de la feminidad y la masculinidad: cuerpo, carácter, corazón, inteligencia,
voluntad, alma.
La
lógica de la entrega mutua hombre y mujer lleva a que el matrimonio esté
llamado, por su propio dinamismo, a ser una comunidad de vida y amor. De tal
foma que, “sólo un ámbito de fidelidad e indisolubilidad, así como de apertura al don divino de la vida, es
el adecuado a la grandeza y dignidad del amor matrimonial” (n. 28).
El
amor conyugal tiene, según el Vaticano
II y la encíclica Humanae Vitae, varias
características o notas distintivas: es plenamente
humano, total, fiel y exclusivo, y fecundo. Es plenamente humano y total: es un
amor que va de persona a persona, “es un amor de entrega en el que sin dejar de
ser erótico, el deseo se dirige a la formación de una comunión de personas”
(n.29). Es un amor fiel y exclusivo: “la
totalidad incluye en sí misma y exige la fidelidad –para siempre-, y esta, a su
vez, la exclusividad” (n. 30); por un lado, donación recíproca sin reservas, y
por el otro, sin intromisión de terceras personas.
Es un amor fecundo, abierto a la vida: la
sexualidad afecta al núcleo íntimo de las personas, e incluye como una
dimensión inmanente la orientación a la procreación; “la apertura a la
fecundidad es una exigencia interior de la verdad del amor matrimonial y un
criterio de su autenticidad” (n. 31). Estas características, inseparables entre
sí, están insertas íntimamente en la
verdad del amor conyugal.
La
unión del hombre y la mujer designa el compromiso de formar una intimidad común
exclusiva y permanente. Se produce una integración específica entre la
inclinación sexual, el despertar de los afectos y el don de sí. Es una unión
personal, formada en la entrega de la libertad, cuya exigencia de dignidad
reclama permanencia para siempre.
Ahora
bien, la oscuridad del pecado puede oscurecer la verdad del amor humano, la
llamada a la comunión. Esa oscuridad lleva a una visión reductiva y fragmentaria de la sexualidad, tan
extendida, en que se desconoce el valor y sentido de la sexualidad por la
complementariedad y crecimiento personal en la construcción de una vida
compartida. Por eso, los obispos “convencidos
de la belleza de esta verdad, que une la dignidad humana con la vocación al
amor, insistimos de nuevo en la importancia que tiene la rectitud en el ámbito
de la sexualidad, tanto para las personas como para la sociedad entera” (n.
38).
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