sábado, 5 de diciembre de 2009

EL CRUCIFIJO, EN NUESTRA IDENTIDAD

La existencia cristiana crece y se realiza a través de cada momento y situación que la vida presenta. Tiene una meta clara y sabe qué la mantiene en camino. No vive de la simple reacción a los acontecimientos, sino que discierne lo que ocurre para aprovechar lo bueno y prevenirse de lo malo. Está y se desarrolla en toda la amplitud de circunstancias vitales, ahí encuentra su sentido y, consciente de su ser misionero, intenta ser levadura que fermenta la masa. Valga este párrafo para introducir el comentario que nos suscita la última y polémica iniciativa del partido en el gobierno: la propuesta de retirar los crucifijos de los colegios.

Antes que nada, se impone cantar la alegría de la presencia del Espíritu que nos anima, nos vincula en comunión, nos da fuerza, nos transforma y proyecta hacia el entorno y los hermanos, y nos hace la Iglesia de Jesús. Es el Espíritu que nos permite descubrir a Dios en la historia y seguir tras Él, a pesar de los contratiempos, que nunca faltarán, y que nos hace felices.

Pero no obsta para manifestar nuestro lamento y dolor por una propuesta que evidencia una forma de entender el ejercicio del poder que, en lugar de la fidelidad a su razón de ser, el servicio de los ciudadanos, decide situarse “a la contra”. Y así, en vez de atender y permitir que la sociedad civil crezca y se desarrolle en la forma en que mejor entienda la existencia, se dedica a ponerle trabas según le dicta su falseada y anacrónica concepción de la libertad y la igualdad. Es precisamente
esa libertad de los ciudadanos la que parece quererse acorralar.

Se podrían aducir un buen número de argumentos para mostrar el enorme error de la propuesta. Sabemos que otros piensan lo contrario. Pero no es cierto el punto de partida de que el crucifijo ofende. Es un símbolo del amor, de la entrega y del perdón. Y es una presencia y significación enraizada en nuestra identidad europea y española. Está por todas partes. Su eliminación en los colegios, no acarrea ningún bien, sino que priva de él. Los casos tan sonados y realmente excepcionales de oposición que conocemos, no hacen sino confirmar aquella regla. ¿A qué viene, pues, esta provocación cuando los problemas de la sociedad española son otros, cuando estamos lamentando precisamente la ausencia de valores esenciales? Resultaría casi patética esta obsesión anticristiana, sino fuera porque hemos de estar en guardia para lo que pueda venir detrás.

Decíamos que la maravilla de nuestro ser cristiano, el que nos permitió el nacimiento de Jesús que pronto celebraremos, no se alimenta de reacciones ni confrontaciones, sino del Espíritu que le da vida. Pero debe hacerlo bien consciente del terreno que pisa, y de la “Vida” que lo anima. Al cristiano le corresponde desarrollar una existencia cristiana más auténtica, más alegre, y más misionera. Tenemos la bendita misión de, a través de nuestras “vasijas de barro”, hacer visible a Dios entre los hombres y mostrar el tesoro que es nuestra fe.

Ahora bien, dado el gran valor que tienen los símbolos, usémoslos, allí donde “vivimos”, en casa y fuera de ella. Pertenecen a nuestra identidad. Sobre todo las familias, deberíamos valorar la presencia en diferentes lugar de la casa de imágenes y símbolos que nos recuerden al Señor, que susciten nuestra oración y que ayuden a nuestros hijos a incorporar con naturalidad la fe de los padres.

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